La última batalla


 

Por Omar Colío

Si alguna vez yo hiciera una película sobre futbol americano, el primer plano sería totalmente oscuro, luego haría un zoom out mientras se escucha al quarterback gritar ¡Blue seventy-four! ¡Blue seventy-four! ¡Hut hut hut!, y justo en el momento del snap, el zoom revelaría que la oscuridad provenía del agujero del culo del centro unos instantes antes de parir el ovoide, que es como un cuchillo de pedernal, entre sus piernas para que inicien las hostilidades. Luego, se escucharía el crujir de los huesos cuando la línea ofensiva recibe la embestida de la línea defensiva y después un corte a negro.

Mi nombre es Jason Kelce, probablemente han oído hablar de mí, hoy vengo a platicarles un poco de mi vida como centro de los Philadelphia Eagles. Si te pones a pensar las cosas con detenimiento, jugar futbol americano profesional es una locura, en especial ser centro. Antes del choque inicial de la jugada, el resto de la línea ofensiva está en guardia, lista para protegerse del tremendo impacto que los sacudirá en fracciones de segundo, pero yo tengo que centrarle el balón al quarterback, muchas veces no tengo tiempo de protegerme del golpe seco que me atizará, me sacudirá y me hará sentir descargas eléctricas en mi columna. Pero amo este maldito juego, amo cada maldito segundo en el terreno, aunque cada uno de ellos me cueste años de dolor crónico. Me gusta ser centro, es una posición muy subestimada, para ser centro hay que ser un líder, tú marcas el ritmo del encuentro, cada jugada inicia en tus manos, entre tus piernas, cuando el balón atraviesa por tu trasero. El centro es el único jugador que toca el ovoide en el cien por ciento de las jugadas de su equipo, así de importantes somos. No soy el capitán de la nave (ése es el quarterback), pero sí soy el timón que determina el derrotero del barco, soy quien lo encamina hacia buen puerto.

Eso sí, te tiene que gustar tener todo el tiempo tipos en tu trasero, si eres centro te tienes que acostumbrar a que otro hombre arrime su miembro, lo acerque a ti mientras estás en posición sumisa y con el culo abierto y así de vulnerable como estás, acerque sus dos heladas manos a tus genitales y te agarre el trasero. Y así como para ser centro te tiene que gustar que te agarren el culo, para ser quarterback te tiene que encantar el olor a culo, tienes que amarlo tanto como para portarlo toda la vida en las manos y untártelo como una loción.

Un día en la vida de un centro de la NFL es como sumergirse en un pantano de dolor, sudor y caos. Pero una vez adentro hay que mantenerse con vida, hay que verlo todo con un toque de humor negro para mantener la cordura. Desde el momento en que me levanto, siento que en mi cuerpo se está librando una eterna batalla cuya única tregua es durante el breve sueño que me permiten las medicinas.

La alarma suena como un toque de corneta indicando que la batalla está a punto de comenzar. Al levantarme de la cama, mi espalda protesta como si estuviera siendo atacada por un ejército de agujas. Me miro al espejo y observo moretones y cicatrices que cuentan historias de enfrentamientos anteriores en el terreno de juego. Me pregunto si mi cuerpo es un templo o simplemente un montón de ruinas en espera de colapsar.

Mi desayuno consiste en pasarme analgésicos con café negro, en contemplar con nostalgia mi juventud perdida en el emparrillado a cada sorbo. Mi esposa me mira con preocupación, como si estuviera casada con un soldado que regresa de la guerra todos los días. De alguna manera, me las arreglo para arrastrarme hasta el coche, que parece un hospital ambulante lleno de almohadillas térmicas y vendajes.

Cada juego es como entrar en una descarnada zona de guerra. El fango y el césped parecen sedientos de sangre, ansiosos por engullirme y recordarme que soy solo un peón en este juego brutal. Para quitarnos los nervios precedentes a la batalla, mis muchachos y yo intercambiamos chistes oscuros mientras nos enfundamos en nuestras armaduras de gladiadores modernos. "Hoy, la ambulancia tiene mi nombre escrito en la frente", bromea uno. Nos reímos, pero todos sabemos que hay una verdad incómoda escondida en cada broma.

El sonido de los choques de cascos y el chirriar de los tacos en el barro se convierte en la banda sonora de mi día. Cada golpe resuena en mi cráneo como un recordatorio de que mi cabeza es la moneda de cambio en este juego. Entre jugadas, el olor a sangre y sudor se mezcla con el barro y crea una fragancia que ningún diseñador de perfumes podría replicar. Es una sinfonía nauseabunda que sólo los amantes del fútbol americano pueden apreciar.

Las lesiones son parte del paquete y cada moretón es como una medalla de honor en este circo sádico. A veces me pregunto si mis huesos son realmente míos o si pertenecen al equipo de fisioterapeutas que trabaja horas extras para mantenerme en pie. He perdido la cuenta de cuántas veces he sido intervenido quirúrgicamente, cada que me veo al espejo pienso en el daño que este juego le ha hecho a mis pierna, a mis brazos, con las que cargo a mis hijas, a mis huesos, a mi espalda, que es de donde sale mi voluntad de vivir, a mi cerebro…¡Mierda! A mi cerebro. Cada jugada estrello mi cabeza contra la del rival y mi cerebro baila gelatinosamente en mi cráneo. No quiero acabar como Mike Webster, probablemente el mejor centro del Siglo XX, quien a los cincuenta años el ETC le había devorado las neuronas a tal punto que había vendido sus anillos del Super Bowl para poder inhalar solvente.

Soy un tipo modesto, trabajador y agradecido con mis compañeros pero para mí no ha habido nadie mejor en mi posición que yo en este siglo. Soy el mejor centro del Siglo XXI, soy mejor que Birk, que Saturday, que Kreutz, que Mawae, que Pouncey. Soy el mejor y quiero recordarlo. ¡Puta madre! quiero recordarlo, quiero jugar con mis hijas, con mis nietos y poder recordar que fui el mejor. Tengo 36 y mientras marchamos a las trincheras de aquel juego de eliminatorias, sé que el final se acerca.

No había pensado en lo violenta que es la palabra eliminatoria. Quiere decir que uno elimina al otro, que lo acaba para siempre, que lo hace dejar de existir, que lo mata. No sé si hoy dejaré de existir en la NFL, en el centro de la NFL que es donde estoy.

Canté el himno con emoción porque soy de Ohio y en Ohio amamos el himno nacional, además porque la batalla podía ser especial, podía ser la última. Iba a ser una batalla naval en el barco pirata de Tampa, donde los aficionados se la pasaban bien aquel lunes por la noche, viendo el futbol americano, festejando los touchdowns de su equipo tirando cañonazos y evadiendo impuestos.

Ellos ganaron el volado y anotaron primero. Esos tres puntos de desventaja que teníamos que remontar no eran nada a comparación de la montaña interior que teníamos que escalar cuesta arriba como equipo, estábamos golpeados física y emocionalmente. Después de empezar la temporada con marca de 10-1 la entropía empezó a obrar en nuestra contra y todo empezó a desmoronarse, perdimos 5 de los últimos 6 juegos. Nuestro quarterback, Jalen Hurts, juega herido, ha enfrentado la temporada cobijado por el dolor, pero trata de ser un líder y jugar a pesar del sufrimiento. Nuestro receptor estrella, A.J. Brown también está lesionado y frustrado. Su desilusión lo hizo a tener problemas en el vestidor y abandonar al equipo, hace días que no sabemos de él.

La pesadilla en el campo de juego es solo la culminación de la tragedia que ha envuelto al equipo. El vestuario, una vez un refugio de camaradería y espíritu de equipo, ahora es un campo de batalla emocional marcado por divisiones y desconfianza. La racha de derrotas ha dejado cicatrices más profundas que cualquier golpe recibido en el campo.

El espíritu del equipo se ha convertido en un terreno minado de egos heridos y frustraciones acumuladas. Las conversaciones se limitan a susurros enojados y suspiros de exasperación, como si la derrota se hubiera infiltrado en las mismas paredes de nuestras almas.

Los jugadores se señalan y se acusan entre sí, la frustración ha generado pequeñas fricciones que arden como brasas en la oscuridad. Las discusiones tácticas se tornan en acusaciones personales. El vestuario, que alguna vez resonó con risas y bromas, ahora se llena de un silencio incómodo y miradas esquivas. El coach Sirianni hizo lo posible por matizar las discordias, pero el espíritu del equipo luce fracturado y la desesperación prolifera en nuestros interiores, empezando por los del cuerpo técnico.

Aun así, nos alineamos en el emparrillado, marchamos hacia la muerte y cargamos hacia adelante…y somos rebotados, la defensiva rival nos empujó hacia atrás y nos hace caer al fango con el culo.

Los jugadores de la línea defensiva avanzan como sombras siniestras que devoran nuestra línea ofensiva con voracidad, y Jalen queda atrapado entre su propio cuerpo de guardaespaldas, sintiendo la respiración ronca de los defensores en su cuello en cada jugada, en cada golpe estruendoso.

No saben lo que es alinearse frente a un monstruo de 160 kilogramos como Vita Vea, no saben el dolor que uno siente inclusive antes del contacto, desde que se lanza contra ti con todo su poder y velocidad. Además del experimentado frente defensivo de Tampa, tienen a un novato llamado Diaby que con su explosividad nos está matando, el muy hijo de perra se irgue como un coloso que se cierne sobre nosotros con la amenaza de una derrota inminente.

Ni hablar, a despejar el balón, a esperar que nuestra defensiva pueda frenarlos, pero Baker Mayfield está teniendo uno de sus buenos partidos y nuestra defensiva parece haberse dado por vencida. En serio, a quién se le ocurrió darle el puesto de coordinador defensivo a Matt Patricia.

Después de muchas series ofensivas frustradas, de contemplar impotentes como los defensivos de Tampa nos siguen pateando el trasero por un rato, de cómo Landon Dickerson o yo mismo fallamos una cobertura y le causamos más dolor a Jalen, por fin DeVonta Smith empezó a hacer grandes jugadas y pudimos armar una ofensiva decente que concluimos con un pase a Dallas Goedert en la zona de anotación. Yo festejé ese touchdown como el primero que anotamos conmigo estando en el campo, todos los touchdowns que hemos anotado a lo largo de mi carrera los he festejado así, nunca se sabe cuándo puede ser el último.

Eso puso el marcador 16-9 a favor de ellos y después de un castigo en su contra en el punto extra, el coach Sirianni decidió mandarnos de vuelta al campo para ir por la conversión de 2 puntos. Todo el estadio, todo el mundo sabía que jugada íbamos a usar, el Brotherly shove, conocido vulgarmente como Tush push ha sido nuestra jugada insignia, nuestro legado a la historia del futbol americano. Todo aficionado nos ha visto ejecutar esa bellísima jugada en la que toda la ofensiva nos volvemos uno y empujamos en conjunto hacia adelante, uniendo nuestras fuerzas con la de la Tierra, cuyo movimiento de rotación alteramos levemente mientras empujamos su superficie, y nos lanzamos hacia adelante para conseguir una yarda. Todo el mundo nos ha visto hacerlo y cuando nos alineamos para ello, todo el universo sabe lo que vamos a hacer y aun así nadie ha podido detenernos.

El Brotherly Shove

Hay quien ama el Brotherly shove, hay quien lo odia y pide que sea prohibido. Yo, aunque amo la camaradería, la unión y el éxito que demostramos cada que la ejecutamos, personalmente estoy entre quienes la odian. Ni se imaginan como es para mí que soy el ariete de esa masa demoledora, naturalmente quedo atrapado en medio de los empujones de mis compañeros y de mis rivales y acabo siempre en el suelo, al fondo de la pila de 22 monstruosos cuerpos bajo los que quedo sepultado. Cada que ejecutamos esa jugada yo pienso: ¡A la verga mi vida, me lleva la chingada!

Así que, aquella noche en Tampa, nos alineamos para la conversión de dos puntos, comenzamos a empujar, nos hicimos uno, alteramos levemente el movimiento de rotación de la Tierra, yo acabé sepultado al fondo de la pila y….NOS DETUVIERON...fallamos, esta vez fallamos, no logramos avanzar y nos fuimos sin puntos. ¡A la verga mi vida, me lleva la chingada! Pésimo augurio, símbolo inequívoco de nuestra decadencia física, mental y espiritual.

En el banquillo, la camaradería se desvaneció y dio paso a miradas perdidas y suspiros resignados. La estrategia se desmoronó y la esperanza se nos escurrió entre los dedos como agua sucia.

A pesar de toda la sinfonía de desaciertos, de que nuestra defensiva hizo agua y nuestra ofensiva había sido inoperante, la inconsistencia de nuestro rival nos mantuvo todavía con vida en la segunda mitad. Al menos hasta que la línea ofensiva, mi línea ofensiva, de la que soy el líder, cometió un grave error en el bloqueo y Jalen se vio forzado a ceder un safety. Después de eso, Baker nos lanzó dos dagas que se clavaron en el corazón de nuestra defensiva y sentenciaron el juego.

Cuando Godwin anotó el touchdown que puso cifras definitivas, no pude sino llorar. Lloré pensando en la entropía, en el fin, en Goedert, en Lane Johnson, en Brandon Graham, en Fletcher Cox, en mis camaradas con los que gané el Super Bowl hace unos años, que, como yo, sólo han jugado para este equipo con el que sentimos que pudimos haber ganado mucho más. Lloré, volteé a ver la noche y tuve una visión oscura del futuro. A la verga mi vida, me lleva la chingada! ¡El futuro será una mierda!

Habrá quien no entienda como un hombre grande, fuerte, exitoso y universalmente respetado como yo pueda llorar ante una banalidad como el fin, que es una parte natural de la vida. “Todo tiene fin", dicen. Pero quienes dicen eso no entienden que la camiseta es parte de la piel, es parte de uno y a su vez es parte de la colectividad, eso es lo hermoso, eso es lo hermoso del deporte en equipo. Por eso, a pesar de todos los efectos negativos que tiene sobre mí, amo el Brotherly shove y odio que le llamen Tush push. Amo esa maldita jugada porque te hace sentir parte de algo más grande, es la jugada colectiva por excelencia en el deporte colectivo por excelencia.

No sé si este es el fin, creo que lo es, al menos me queda de consuelo pensar que alguien recordará este equipo, recordará como nos unimos para lograr el éxito colectivo, como representamos esto con una jugada imbatible que dejamos como legado a la historia del futbol americano, como con nuestro esfuerzo alteramos ligeramente el movimiento de rotación de la Tierra.

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