Por Omar Colío
Hoy murió un nudillero, murió muy joven, murió a destiempo.
Su muerte es una tragedia, porque como todos sabemos, los pitchers nudilleros
son una especie en peligro de extinción.
Si los pitchers son poetas, los nudilleros son hechiceros
entre poetas, sólo de un hechicero podría manar la bola de nudillos, ese
lanzamiento tan mágico y caótico, tan caustico, ese heraldo del anárquico y
trágico derrotero del universo, ese recordatorio de que todas las estrellas se
apagarán.
El nudillero es un histrión, es un saltimbanqui, es un
sarcástico bufón que se burla del bateador con su bola socarrona que rompe
impredeciblemente, como la cordura de los rivales que la enfrentan. Porque,
¿Qué se puede hacer contra este memento mori, contra esta ave herida, esta mariposa
moribunda?, mariposa amarilla que como las del Gabo anuncia la tragedia.
La bola de nudillos es la rapsodia del caos, es la boca insaciable
de la entropía. Rompe hacia todos lados y hacia ninguno, se va a la chingada,
es el estertor de la sombras en la mano que empuña los nudillos, porque el
pitcher nudillero es la parca, es la calavera de la muerte riéndose de
nosotros, de nuestra humanidad, de nuestra maldita finitud.
Por eso me sorprende ver morir a un nudillero, despierta en
mí una inesperada exaltación el saber que en esta vida hasta la Muerte misma va
a morir.
Tim Wakefield (1966-2023)
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