¿Qué bomba?
¡Nosotros los bombardeamos!
¿A quién bombardeamos?
¡Nosotros los bombardeamos!
El césped estaba húmedo, el vendaval que
venía de la Bahía soplaba con fuerza. A pesar de ser junio hacía frío, olía a
tierra y a sal. Las palabras retumbaban en los altavoces del Candlestick
Park, volaban por el viento, se colgaban de las frías nubes de San
Francisco y reventaban sofocadas por los abucheos unísonos de 30000
gargantas.
¡Saddam dijo que tenía una bomba!
¡Bush dijo que era mejor bombardear!
¡Saddam dijo que tenía una bomba!
¡Bush dijo que era mejor bombardear!
(Estas palabras fueron ahogadas por el ¡BUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUU!
que salía de las gargantas de los aficionados)
Oh, ironía. La poesía beat ahogada por una onomatopeya, uno
de sus más famosos recursos literarias, una simple onomatopeya, la más simple
de todas desvanecía los incendiarios versos que se perdían en los picos de las
hambrientas gaviotas que se los comían como aperitivo antes de que fuera la
hora de descender a las tribunas en busca de comida.
El 1 de junio de 1994, el poeta Allen Ginsberg fue
invitado a lanzar la primera bola previo a un juego entre los Gigantes y
los Bravos, viejo e infeliz pero respetado como el más famoso poeta
norteamericano con vida Ginsberg pisó el infield y subió a la lomita. San
Francisco, ciudad donde el movimiento beat hizo ¡Boom! Y cuyo eco se escuchó en
todo el mundo recibía a uno de sus hijos pródigos, el viejo poeta levantó la
vista y miró hacia las gradas, más de la mitad estaban vacías, era una noche de
miércoles, era el último juego de la serie y como de costumbre no mucha gente
fue a ver a los mediocres Gigantes. Aun así Ginsberg se enfrentaba a la
audiencia más grande de su vida, nunca había estado frente a tanta gente, ni
cuando aullaba sus poemas en las lecturas multitudinarias en las universidades,
ni cuando estuvo en el escenario con sus amigos Bob Dylan, John Lennon y The
Clash…¡Mierda! El beisbol es más popular que la poesía, esa noche Ginsberg
no sólo se encontraba frente a su más grande adversario sino ante su más
tremendo juez, el hombre común, el sujeto por el que trató de alzar la voz toda
su vida, Ginsberg se enfrentaba al pueblo en un duelo íntimo como el que tan
bien conocen pitchers y bateadores.
¿Con qué lanzamiento comenzaría Ginsberg? El viejo poeta
decidió lanzar una bomba, una última bomba sobre San Francisco, una
poderosísima recta a la cabeza que penetrara todos y cada uno de los cráneos
presentes, así que tomó el micrófono y empezó a recitar su poema Hum Bomb! Poema sonoro y repetitivo,
una bomba que estaba a punto de caer sobre las desprevenidas mentes de los ansiosos
aficionados les gustara o no, como las bombas que cayeron sobre los desprevenidos
niños del Medio Oriente durante la Guerra del Golfo.
El frío viento de la Bahía se había llevado el aura
revolucionaria de los años 60, los versos de la Generación Beat habían sido
olvidados, el reloj de arena de ese tiempo se había vaciado
derramando todos sus granos sobre la playa, los 30,000 aficionados que
fueron esa noche de junio no estaban preparados para esto, estaban ahí sólo
para ver jugar a Barry Bonds mientras comían un hot dog y bebían cerveza, a fin
de cuentas eso es el beisbol, una distracción sin sentido, una manera de matar
el tiempo y olvidarte de ti mismo, por eso es el pasatiempo norteamericano.
Imagínense ser un aficionado de los Gigantes, hace no mucho
una negativa para construir un nuevo estadio había causado rumores sobre la
venta del equipo y su mudanza a otra ciudad, al final un grupo de
inversionistas locales compraron al equipo, lo mantuvieron en la ciudad y
trajeron a Barry Bonds, el mejor pelotero en las Mayores, uno de los
mejores si no el mejor de la historia. Así que estás ahí, buscando tu lugar
entre los viejos e incómodos pasillos del Candlestick Park después de todas
estas emociones fuertes esperando a que el equipo deje de ser mediocre y de
repente, porque la temporada es laaaaarga y aburrida y para romper la monotonía
en el beisbol hay toda clase de ceremonias previas al juego, presentan al
invitado de honor, un héroe contracultural del Área de la Bahía, un hombre viejo,
bajito, con poco cabello despeinado, con lentes del tamaño de platillos
voladores envuelto en un traje que en lugar de realizar la ceremonia para la
que fue invitado se pone a recitar un largo y repetitivo poema sobre la Guerra
del Golfo.
Armagedón para la mafia
Gog & Magog Gog & Magog
Armagedón para la mafia
Gog & Magog Gog & Magog
A Ginsberg nunca le llamó la atención el
beisbol, cuando él creció era un juego para machos que cargaban cajas y
escupían tabaco y él siempre fue suave, tierno, delicado, fue esa
delicadeza la que le permitió ver la cara poética de todas las cosas, encontrar
belleza aún en el devastador flujo del cosmos que cae inmisericorde como una
llamarada divina sobre las almas de los desolados, de los locos, de los
mártires que caminan muertos por frías y grises ciudades arrastrando su alma puteada.
Fue esa delicadeza la que lo convirtió en uno de los mejores poetas
norteamericanos de todos los tiempos, la que hizo de sus versos, sus aullidos
hebreos, fluyeran entre las mentes más locas de su generación con la misma
hermosa naturalidad con la que fluía la serpentina de Sandy Koufax por los
diamantes.
Ah, si Ginsberg hubiera sido como sus
maestros Walt Whitman, Ezra Pound y William Carlos Williams y hubiera volteado
a ver la pelota, si hubiera visto al beisbol con su mirada tan cruda y tan
tierna ¡Qué odas hubiera escrito!, elegías beat tan épicas y tan bellas como
los poemas homéricos, hay algo en este juego, en su lentitud, en su precisión,
en su ritmo, en como cae la noche sobre el diamante, en lo caprichosa y azarosa
que es la pelota, en el acto de magia que es el pitcheo que lo hace el más
poético de los deportes.
Durante cuatro minutos Ginsberg declamó y
fue abucheado, durante cuatro minutos un marica cuatro ojos, como se
autodenominaba, tomó como rehén al pasatiempo norteamericano con sus versos
guturales, viscerales y crudos, con sus absurdas onomatopeyas que eran la
alegoría de una absurda guerra, cuatro minutos tardó en lanzar su bomba sobre
Candlestick Park, penetrar los cráneos del público, recordarle los horrores del
mundo a quienes sólo quieren olvidar. Un par de meses después el beisbol sería
tomado rehén nuevamente, esta vez por una huelga de peloteros que terminó por
cancelar la Serie Mundial de ese año.
A pesar del coro de abucheos, del rechazo
total por parte del hombre común, Ginsberg siguió y siguió hasta terminar su
poema, después por fin cogió la bola y lanzó un perfecto strike por el medio
del plato que dejó atónito al público, no había manera más poética posible de
terminar su acto.
¡Play Ball!
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