Por Omar Colío
Esta es la historia de un rompimiento. Escribo esto la noche en la que Domingo Germán hizo su
siguiente apertura después de lanzar un juego perfecto en Oakland. Noche de
lunes en Yankee Stadium, nubes grises escupen grandes gargajos sobre el Bronx.
Los Orioles están de visita. Sin su jugador estrella—Aaron Judge—en la
alineación, estos aburridísimos y escuálidos Yankees de Nueva York no están al
altura del divertido equipo oropéndola, no sólo en el diamante, sino también en
mi corazón.
Toda mi vida creí ser aficionado de los Yankees, pero cuando
veo el naranja del uniforme de Baltimore de Yennier Canó desbordarse de la pantalla e
inundarme la sala y el alma — como me inundó en la adolescencia el anaranjado de
la Naranja Mecánica de Cruyff — mientras lanza sobre la misma lomita en la que lanzaba
Mariano Rivera tratando de evitar una remontada de Nueva York, sé que ya no lo
soy más.
Yennier Canó |
Aaron Hicks |
Así que ya no soy aficionado a los Yankees, ¡Que se jodan!, ¡Que
les den por el culo! El irle a un equipo que todos los días honra al ejército
estadunidense en la 7ª entrada no va conmigo. Soy un ser sensible, odio la
política exterior de los gringos, odio a la Máquina, odio la propaganda del
Tío Sam, de Moloch, Dios del dinero, que ha sido vomitada sobre nosotros a través de la cultura popular
durante toda mi vida. Hay que enfrentarlo, un güey con mis posturas políticas
nunca podría ser aficionado de los Yankees, ellos representan todo lo que
está mal con este mundo absurdo, ellos representan a quienes cagaron la mierda
en la que vivimos, una parte de esa mierda es la contemporánea novena del Bronx
que, como toda la mierda, simplemente apesta. Los 14 años de sequía de Nueva York
no son por nada, este equipo, que es una parodia de lo que alguna vez fue, ha
sido armado por el fétido rescoldo del privilegio blanco, por dos hombres que
fueron colocados en puestos de poder no por sus méritos, sino por los
privilegios que heredaron, Hal Steinbrenner y Brian Cashman.
Pero no quiero que esto sea una simple crítica del presente de los Yankees que pierda cualquier tipo de relevancia en un par de
semanas, esta noche me siento ambicioso, quiero que esto sea un ensayo que se sumerja en las profundidades de
la condición humana, quiero que sea una respuesta a la pregunta ontológica:
¿Puede un ser humano cambiar? Particularmente me interesa saber si puede un ser
humano cambiar de equipo favorito, lo cual hay quien dice que es un cambio imposible en el corazón de un ser humano..
Como dije, escogí a los Yankees por toda la gran maquinaria de mercadotecnia que me llovió en mis años formativos, la cual me hizo fijarme en su historial ganador, en las épicas historias de Babe Ruth, Lou Gehrig, Joe DiMaggio, Mickey Mantle, Yogi Berra, etcétera, me llenó la boca con el sabor a polvo de la regurgitación hasta el cansancio de la época de gloria de Derek Jeter, Mariano Rivera, Jorge Posada, Bernie Williams, Paul O’Neill, Tino Martínez y demás héroes, que lograron grandes hazañas en el diamante y conmovieron a la afición por lo entretenidos que eran a la hora de jugar pelota. Aunque en la vida real fueran hombres banales tremendamente aburridos, pues las personalidades de todos ellos fueron moldeadas en el cartón del insípido mundo materialista creado por el marketing y el American way of life.
El punto es que ninguno de esos carismáticos peloteros con los que creé un vínculo plástico pero poderoso juega en las Grandes Ligas desde hace ya una década, por lo que no tengo razón para seguir aferrándome a los Yankees, a los máximos representantes en todo el deporte del imperialismo gringo. ¡A mierda el Imperio del Mal!, que, por justicia poética, al igual que el Imperio del Mal del que proviene, es cada vez menos poderoso de lo que se cree.
El legendario equipo de los Yankees que ganó 4 títulos en 5 años a finales de los 90, ha quedado en el pasado remoto. |
Así que ¡A la mierda!, yo sabía que esto iba a pasar desde hace unos meses cuando vi The Captain, la serie docomercial de Derek Jeter y no sentí sino un asqueroso sabor a plasticidad. Pero ahora hay un pequeño problema. Sigo amando
el beisbol y para que el beisbol sea divertido hay que tener un equipo al cual
apoyar, eso y beber mucho. Así que hay que escoger uno. Lo natural sería dar un
giro de 180 grados y volverme fanático de Boston, pero nel, los Medias Rojas representan
exactamente los mismos intereses que los Yankees, pero son más hipócritas al respecto.
Como dije, este año me gustan los Orioles, y aunque son un equipo con una historia chida y un uniforme cool, la verdad es que me temo que una gran parte del cariño que siento por esta novena proviene de que he pasado los últimos días embriagándome con el mundo construido por The Wire, por lo que tampoco quiero comprometerme con ellos a largo plazo, ¿Qué les digo? Acabo de sufrir una ruptura con el equipo que amé toda mi vida adulta, por el momento no busco comprometerme, pero...
Los Piratas de Pittsburgh vibran a una frecuencia que me gusta, su bandera vuela entre los aires de la rebeldía, son un equipo histórico que representa a una ciudad proletaria, su uniforme es precioso, son un equipo que destella magia, un equipo cuya aura, cuya leyenda trasciende las victorias y derrotas en el diamante, un equipo en la que jugaron fantásticos locos como Roberto Clemente, Dock Ellis, Manny Sanguillén, Willie Stargell, Bill Mazeroski, Barry Bonds, Freddy Sánchez y Andrew McCutchen, me gusta todo eso, me gusta esa sinfonía, me gusta ese ritmo de equipo bohemio, de novena mística, febril, envuelta por un tufo de beatitud alcohólica, un equipo cuya mascota es un perico que en 1985 tuvo que testificar ante el Gran Jurado de Pittsburgh sobrela red de distribución de cocaína en la que había participado. ¿Cómo no enamorarse de los Piratas? No quiero comprometerme aún, pero siendo honesto, tengo fuertes sentimientos por los esta escuadra, quizás un ser humano sí sea capaz de cambiar de equipo.
Pirate Parrot, mascota de los Piratas de Pittsburgh |
Mi hipótesis se vio sacudida en la 8ª entrada cuando Harrison Bader bateó un palo de dimensiones astronómicas por todo el jardín izquierdo para
completar la remontada que hizo que la garganta del Bronx estallara con el
clamor de la afición, que frenética gritaba desde el fondo de sus pulmones, uniendo
su canto lunático al grito de los fantasmas del jazz y la desesperación que se
extiende perennemente por los tímpanos del Bronx, tal como lo hacía en la época
de Reggie Jackson. Pero a pesar de que me dejé llevar por la
embriaguez del momento, esto no fue suficiente para reconsiderar mi decisión de
abandonar a los Yankees, sigo creyendo que el ser humano sí es capaz de
cambiar, de soltar la maldad que arrastra. Se puede cambiar, se puede.
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