Por Omar Colio
Estocolmo. 29 de junio de 1958. Brasil lidera a Suecia 2-1 en
el segundo tiempo de la Final de la Copa del Mundo. De un zurdazo, el gran
Nilton Santos cuelga un balón en el centro del área, donde dos feroces y
enormes vikingos vigilan tenazmente a un niño de 17 años.
El niño no es particularmente alto ni fuerte, pero tiene un
secreto, él es un mago, secretamente es el amo del universo, su exquisita alquimia
es la llave de todas las puertas del cosmos.
Un instante antes de convertirse en el hombre más famoso del
mundo, el niño descalzo se vuelve diáfano y se le desaparece a uno de los
defensores suecos mientras le arranca el corazón a la pelota cuando la recibe
majestuosamente con el pecho.
Después de dejar que el balón bote en el área, el otro
vikingo—el gigantesco Gustavsson—sale a combatirlo con un hacha, a lo que el joven
mago responde con un sombrero, excepto que todo es una ilusión, es parte del
acto, el universo es un estadio lleno de magia, el sombrerito no es para
Gustavsson, ni es un sombrero, es una corona, con la que Pelé se unge a sí
mismo como Rey del Universo una vez que la pelota cae y revienta las redes suecas.
Y todo el universo, envenenado, enamorado por el éter del
mago grita en unísono: ¡Viva Pelé! ¡Rey del futbol!
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